A ella le encantaba que le metieran mano los tarados, mientras que a mi me manoseaba el cerebro: que reputa se había vuelto mi cabeza que buscaba el placer en los lugares menos apropiados. Solía decir que los príncipes no existen, aunque a menudo y a la vista de los miopes, hechizaba la lengua con la que me atragantaba cada vez que me reía de su risa. Era joven y audaz, galopaba a rienda suelta y no se preocupaba del peligro, como si entendiera que aquella era la única forma en que vale la pena ser peligrosa. Abajo de mi pelo, le guardaba un cajón de adjetivos, ella me guardaba el celo de hija de puta que me hacia recordar el orgullo de morir sólo por accidente. Lo malo? que sus pies no me hacían caso, no me apuntaban abajo de la mesa, aunque su mirada tentadora me provocara la imaginación que tanto reprocha la moral acusadora. Del otro lado la otra, su acento y sus caderas, pelo de gitana y ojos sin prisa. No pide sueños ni requisitos; sus cuentos son los callados, los que guardan las manos silenciosas. El licor cambiaba el panorama, pero la impertinente realidad palpaba el engaño momentáneo, el futuro de la mañana presente era inevitable. La droga que se apodera de los sentidos y apaga el cerebro. No me mientas me pedía el cerebro, que yo soy mejor impostor que tu. De esta no salimos victoriosos, aunque hay peores cosas que la derrota. De pronto sólo quedábamos los dos: mi cabeza y yo; las mujeres se hicieron cenizas, el consentimiento se dividió, el masoquismo del arte nos carcomió, la cuenta pagué y en medio de la noche y el amanecer, mi mente decidí extraviar por el andén del que una vez tuve que aprender nada de lo sé.