20 junio, 2011

Otoño

Nina recién se había desprendido del sostén dejando al descubierto sus pequeños senos mientras que los tímidos pezones apuntaban a la cara de Martín. Este a su vez corroboraba que aquel par de tetas no coincidían con las que había visto en revistas y películas porno ni tampoco se sentían como había imaginado. Son pequeñas y suaves: son impresionantes pensó, al momento que rozaba levemente aquella aureola del seno derecho con la punta de sus dedos. Nina río; quizá no tanto por las caricias involuntarias, sino posiblemente por la expresión de Martín, que no era otra que una mezcla de curiosidad, fascinación y evidente excitación. 
- ¿Lindas eh?- dijo Nina, mientras contenía su risa. - Son tetas, no naranjas. Martín había ejercido una leve presión pero al escucharla, salio enseguida de su ensimismamiento con una risa un tanto ruidosa que terminó por contagiar a Nina de alegría. La mirada de ambos se encontró, dándole la impresión a Martín que aquel momento era el más feliz que había vivido. Nunca te despeinás, alcanzó a escuchar cuando sus manos torpes rodeaban la desnuda cintura de Nina. Luego todo el recuerdo parecía desvanecerse entre sonidos ininteligibles.
Dieciséis años desde aquel entonces la situación de Martín no podía ser más antagónica: hambriento, su pierna izquierda se podría, sudaba a causa de la fiebre contraída y se encontraba solo. Alcanzó a arrecostarse en las raíces descubiertas de uno de los tantos árboles que poblaban aquel espeso bosque. Estaba consciente que la muerte lo esperaba de manera inevitable, respiró de manera profunda aunque entrecortada, y fue entonces que el temblor de sus manos le recordó aquel momento vivido con Nina.
Sus últimos pensamientos se dirigieron de manera armoniosa y automática hacia aquel instante en que el mundo se había abierto para verlo renacer. Con que así es, se repitió en aquel momento mientras pasaba la torpe mano derecha por su cabello, como si intentara peinarse por última vez. Un reflejo le esbozó una sonrisa, y aunque fijos, sus ojos se clavaron en las hojas que caían de manera perfecta.

15 junio, 2011

Las ventanas

Sinfonía nº 3- Beethoven


Resultaba un día caluroso de Junio, la luz de las nueve y treinta de la mañana se abría paso a través de la ventana entreabierta para que una vez adentro de la habitación, se quedara suspendida danzando con las partículas de polvo que flotaban a su encuentro. La mezcla de olores que despertaban, llenaban aquel cuarto dando la sensación de cierta armonía característica de los sábados matutinos. El perfume todavía impregnado en la ropa y aquella sensación de frío en la cerámica insistían en conjuntar el almizcle que emanaba de las personas que recién amanecían. Un cuadro apacible y mudo que horas antes se contrapuso con silencios agujereados por los jadeos y el sonido que dejan los cuerpos cuando se rozan. El sudor despedido se confundía y se acomodaba bajo la piel de las espaldas, los pechos, los muslos, las manos y el sexo, los rostros y el pelo, los dedos y todas las demás partes que habían sido testigos presenciales del desborde hormonal de ambas personas que yacían ahora separadas y con los ojos abiertos pero con un aparente espasmo que agarrotaba las lenguas e impedía hablar.
Miró su reloj y las cuatro y treinta de la tarde golpearon su impaciencia que insistía en reflejarse a través del bamboleo de su pie derecho que no cesaba de moverse vertiginosamente. Volvió a mirar el reloj de pulsera y por enésima vez hizo los cálculos propios a los husos horarios <<Si aquí son las cuatro y media, allá son las nueve y treinta>> se repitió mientras su vista se perdía en el ventanal que tenía enfrente. Era evidente que Cecilia se había retrasado una hora, cosa que no pasaba por alto para Jorge, quién siempre había disfrutado la sobrada puntualidad de su prometida.
-¿Y a partir de ahora qué pasa?
- No sé - respondió una risueña Cecilia, para luego agregar - Pero sé que hoy no me quiero casar.
Bruno frunció el ceño para luego acometer diciendo.
-Eso es hoy, pero mañana..
Mañana, pasado mañana y todos los días que hayan de llegar, interrumpió una Cecilia que ahora se tiraba de espaldas en la cama de Bruno.
Mientras tomaba las llaves de su apartamento con cierta preocupación; quizá la misma que suele acompañar como sombra a la conciencia; temiendo la posible respuesta de aquella mujer, Bruno se decidió preguntarle del por qué de la drástica decisión de dejar a su amigo Jorge.
-Hoy confirmé que no estoy dispuesta a perder toda la libertad de divertirme y gozar con quién quiera y cuándo quiera -. Y tirándole un beso sonoro acompañado de una risa de niña juguetona se despidió de un Bruno que salía por la puerta.
Y mientras aquel hombre cruzaba el umbral que daba a la calle con una evidente seriedad, y Jorge amasaba preocupaciones que explicaran el por qué Cecilia no había contestado el teléfono; ella ahora reía y bailaba con los resquicios de polvo que iluminaba el Sol de las diez y treinta de la mañana a través de una ventana abierta de par en par.