Todos formaban un solo espectáculo. La popelina, la vitrola y los
blancos y negros que teñían las tardes. Todos formaban parte de aquella
terraza. En aquellos días el sueño solía sorprender a Sam junto a la
misma vieja silla que ahora se columpiaba solamente gracias al viento. Así se pasaban las horas del postrero de los habitantes de aquella melancólica imagen, como tratando de apoderarse de las sombras que
crecían entre los resquicios de cada puerta, jugueteando con los recuerdos
que se acumulaban en el piso de la casa. El tiempo dicen que no perdona,
aunque en este caso con delicado tiento doraba su ya tostada
superficie... ni calendarios, ni agua, ni sonidos de muertes lejanas
hubieran logrado desprender el recuerdo o sueño o sensación (ya no
importa cuál) que aquella silla continuaba teniendo. Añoraba al compañero que en
tempranos años le escribiera el nombre Sam en un costado de la pata. Hace muchas canas desde que el viejo decidiera no regresar. Hoy la
silla trata de imitar a los árboles, que sin poder volar,
solo aprenden a columpiarse con el paso del tiempo.