27 octubre, 2011

In vitro

Con la duda reposando en la cabeza y la cabeza en su almohada ajena. Con el día atorado en la garganta, la mujer de tacones, campante y hermosa barajaba los dedos en cuenta regresiva. El reciente viaje al supermercado le había despertado esa incertidumbre que yacía bajo sus cabellos y se propagaba en forma de calambres por todo el cuerpo. En la cuerda ambigua de emociones se balanceaba sin dar crédito a su futuro. Su vida era una metáfora en si misma. La noticia estaba en sus manos. Luego, con un rápido vistazo logró enmudecer su angustia al igual que a todo el aposento solitario; de su manos el mensajero cayó. Quietud, vida y una sonrisa que rompía al infinito en dos... en dos, eran dos. Supo que era posible después de todo: su vida era plural, al fin sería madre, pero en aquel momento eran uno. Y al pensarlo, acarició su vientre con ternura.

24 octubre, 2011

Imagen

Ryan Adams - Lucky now


Camino hacia el límite del jardín, donde el techo todavía me protege de la copiosa lluvia que cae. Adelante se encuentra esa figura casi monocromática. El color de su abrigo azul apenas se distingue. La silla de metal hace juego con la mesa de vidrio en la cual descansa su brazo. Se encuentra de espaldas hacia mi. Una ligera bruma se eleva a partir del golpe de las gotas contra el suelo. El hombre roza los treinta y un años. Elegantemente sostiene el cigarrillo empapado pero todavía encendido, al igual que toda su silueta. Existe una cierta quietud a su alrededor, como si el tiempo estuviera a punto de cumplirse. Es un cuadro melancólicamente hermoso, en movimiento. Lleva el cigarro a su boca, se detiene, y luego exhala un sin fin de imágenes. Con cada calada, a su alrededor se dibujan recuerdos efímeros como el mismo humo que se resiste a borrarse con la lluvia. Son viñetas a blanco y negro, o quizá pedazos incorpóreos de vida. Una mano que acaricia el césped lleno de rocío. Un beso donde nace el cabello atrás de la oreja. Varias paradojas que rozan el pecho. Las risas en medio de la nada. Una Luna que acompaña los pasos. El vino que reposa en una mesa. La pintura entre los dedos. El roce áspero y delicado de cuatrocientas páginas. Las botellas de perfume alineadas. Un apretón de manos. Un telón que se abre. Cicatrices en los codos. Incluso un retrete multicolor. Un reloj nuevo seguido por un tiquete de cine, de avión, de tren o tal vez solo sea una factura. Una carcajada fortuita me parece que flota, pero puede ser solo un llanto en silencio. Varias sombras abrazadas, cientos de sonrisas posando para una fotografía. Una barra de bar y una cama con sabanas desperdigadas. Estoy embelesado por el desfile de acontecimientos que veo pasar y que me es imposible relatar en su totalidad. Estoy enamorado de aquel cuadro en movimiento. Sin embargo una pausa en aquel hombre me advierte que la mano que ahora frota su cabello, es signo de que también es un asesino de pensamientos. Ha sepultado su crimen en una nube de humo que toma la forma de cabello. Es el precio de la vida; de todo aquello que se escoge y  se vive. Es la anestesia de aniversarios deseados. Son fantasmas secretos...
Mientras las gotas casi apagan mi cigarro, me he percatado que un niño con conciencia me observa a mis espaldas como quién devela los secretos de un cuadro. Ambos hemos caído en cuenta de quienes somos, pero no estoy seguro de ser quién yo era. Algo falta o todo cambió; es la duda, o acaso es la lluvia que difumina la figura de suelto cabello que se quedó entre nosotros.

10 octubre, 2011

Autorretrato


Cuando dio inicio el mes de Junio, Antonio calculó que pronto se cumplirían siete años desde que se había mudado de casa y se había propuesto desmentir toda su vida. Durante aquellos años se había dado a la tarea de practicar eficazmente la costumbre de mentir, al punto que su habilidad le había conferido una comodidad que no lo hacía echar de menos los días en que de su boca se articuló verdad alguna. Mentía sobre cualquier hecho, desde su edad que a menudo fluctuaba como su profesión, hasta sobre su nombre. Incluso cuando a menudo lo detenían por la calle para preguntarle algún detalle tan nimio como la hora, solía añadirle un par de minutos a su respuesta. Por otra parte en las ocasiones en que no se le ocurría nada que decir dejaba que su silencio hablara por él, y de esta manera no quebrantaba aquel juramento que se había hecho a si mismo siete años atrás. Aquel peculiar estilo de vida había logrado acoplarse con naturalidad a Antonio, actitud que lejos de traerle periplos, le había generado dichas, por lo que se podría pensar que la balanza de la fortuna y felicidad que inclina las vidas, se inclinaba a su favor sin perjudicar a otra persona.
Lo cierto es que desde que había dejado la tierra que lo vio nacer, las personas que ahora lo frecuentaban poco sabían de su historia; o al menos sabían lo que Antonio quería que supieran, que resultaba casi lo mismo. Fue así como aparejada a la decisión de alejarse del confort natural que llevaba en su país natal, Antonio pensaba que de alguna manera los cambios en sus recuerdos simplemente habían evolucionado en otros que ahora lo hacían más libre y feliz. Pero de ser así ¿Sus mentiras serían exterminadas por una nueva verdad? ¿Sería posible que en su afán de mentir, la sinceridad se abriera paso de manera tan inverosímil e irónica? Sin duda las personas que ahora lo conocían a pesar de su aspecto honorable y respetado, no tendrían asidero alguno para desconfiar de él o al menos de sus ideas alimentadas por contradicciones que enturbiaban el pasado, maquillaban el presente y ataban su futuro ¿Tendrían sentido aquellas preguntas?
Los pensamientos se mezclaban de manera tan frenética, que ni siquiera se percató del hombre que tenía enfrente y le preguntaba su nombre por segunda ocasión. Se trataba del anfitrión del "Blue artist restaurant". -No lo sé- respondió un Antonio al que le sudaban las manos. De repente, fue la sonrisa inquietante que se dibujó en el rostro del anfitrión la que le hizo comprender a Antonio que la respuesta que había pronunciado unos segundos atrás se trataba de una verdad absoluta y contundente.

04 octubre, 2011

Tragedia


Con una mirada adusta marcaba el ritmo incesante de las letras. La melancolía desbordaba por sus dedos, pero sin lágrimas que pudiera lamentar. Una mandolina, o quizá un violín marcaban el compás de sus pensamientos. Titilaba por sus ojos el pasado, mientras el presente se daba prisa por perdurar en un instante de futuro que quizá no llegaría. La certeza de la mortalidad nunca había cruzado su mente. Había vivido lo mejor que se había permitido. Los errores siempre fueron su sombra perpetua, más a ellos solo podía agradecerles su verdadero aprendizaje; la gracia con que otrora se había movido con elegancia. La virtud que le había entregado la vida a través de aquella persona de la cuál se había enamorado. Aquella mujer que enarbolaba la pasión con sus besos. Que tejía la unión de las estrellas cada vez que sus miradas se encontraban. Llena de candidez y ternura solía dibujar las caricias cuando en la penumbra se encontraban. Eran ahora palpables las imágenes fugaces que cruzaban sus recuerdos. Habían disfrutado tanto durante el pequeño lapso que la vida les había permitido. Y ahora quedaba solo la minusvalía del desencanto de despertar de un sueño. La tragedia acaece sobre los románticos solo para recordarles lo valioso y efímero que es. Desde el día que murió, ya no había tacto que reencontrara el calor de aquellos muslos, ni la estela de humedad que alguna vez sustrajeron al alba. Todo se había desvanecido a través de tantos años. La ironía de Shakespeare llegó al momento que terminó de escribir su última carta. Ahora él la vería en algún otro lugar, le entregaría las cartas que había apilado a lo largo de su vida. Un lugar desconocido por los vivos, pero transitado por quienes deben a lo efímero su existencia más rotunda y significativa: los amantes.