10 febrero, 2014

I. Ciclo sin color


Sentado al borde de la cama mientras la penumbra se agigantaba por toda la casa, recordaba la última imagen que guardaba de ella antes que sucediera lo que nos pasa a todos, antes que el tiempo cubriera la piel de la felicidad dejándola fútil y llena de cenizas que el dolor del olvido se llevaría con un soplo sin que mediara otra cosa que silencio. Los sucesos del pasado se atrincheraban una vez más -como era usual en estos casos- contra una nueva y enajenada realidad que se apoderaba de todo; las páginas en blanco del presente dolían más que las eternidades ya escritas y vividas, mientras la ficción del mañana taladraba con cada nuevo segundo. Sentado al borde de la cama la oscuridad ya reinaba, y los versos no existían y las palabras hechas sal comenzaban a abrazar los ojos y la vida moría bajo el eco de la nada; y así caí en cuenta que los muertos en su decrepitud recurrente sólo encuentran su destino en el olvido, alejados del manicomio que significa recordar, incapaces de reír ni de llorar, ahogados en la perpetuidad del no sentir. Sentado al borde de la cama, un purgatorio de ideas terminó por abrazar a las sombras que mataron los colores de su memoria, de la mía y de la de todos que no eramos más que ella y yo.