21 octubre, 2013

Abrazo dilatado


Se vistió de prisa y brindó con nadie bajo un cielo que bañaba los colores de la Tierra. Los monumentos que robaban al tiempo su eternidad lo acompañaron durante el recorrido. La grandeza de los dioses a su mortalidad se rindieron, y su felicidad venció todas las edades que la mísera y desquiciada ausencia se había empeñado en aumentar. Cada paso de su andar con versos de Whitman se complació y la sombra de su cuerpo con el día desapareció. Las golondrinas en su pecho anidaron, y su vista hacia atrás nunca su corazón complació. Todos los futuros inciertos de presente se llenaron y el pasado ya no existió.  Procuró bajo su rostro, la ansiedad no ocultar; pues alegría fue la llama que nunca las circunstancias se atrevieron a borrar. Ya no existían barreras que lo detuvieran, ni las leyes de los hombres que una vez lo recluyeron; el mundo era vasto, tan vasto como de niño tantas veces recorrió con su imaginación. De frente ambos, con la mirada los hilos de sangre se fusionaron. Él era viejo y su hijo la niñez había marchitado. Con lágrimas de felicidad ambos, padre e hijo juntos por fin se abrazaron.

17 octubre, 2013

Brevedad


Desperté con los ojos cerrados. Desconocía las imagenes que se aclaraban en la oscuridad y tomaban forma, ajeno me resultaba el grupo de personas que me rodeaban y me miraban desde arriba; el sentimiento en sus miradas reflejaba la compasión, la tristeza, el dolor. Sin duda aquellas personas debían conocerme así como yo a ellas pero no podía hablar, las palabras se agolpaban en mi garganta pero me hallaba mudo. La sensación de lo inevitable y desconocido que se aproxima comenzó a llenar mi cuerpo con un frío que me iba dejando desprovisto de sensaciones. Sentí pánico, quería alejarme de ese lugar, ser otro, quería continuar; todo sucedía con una pasmosa lentitud agobiante que se prolongaba entre cada intento de respirar, pero era en vano, no me sentía dueño de mi mismo. Moví los labios y la mano de una anciana que se encontraba sentada a mi lado rozó mi frente, su mirada era distinta a la de los presentes, estaba llena de un sentimiento inmenso, me besó y sus labios se acercaron a mis oídos mientras un temblor me calaba los huesos y el torrente de sangre se agolpaba en mi pecho como un ejército antiguo que se atrinchera para dar su más encarnizada lucha contra un enemigo invisible. Todo ha valido la pena, me dijo aquella mujer en un susurro que calmó las aguas embravecidas e incontrolables que dominaban mi mirada. Como un golpe certero adquirí la conciencia de todo, de lo que significaba aquella escena; era mi muerte. El ejército en mi interior se alzó hasta mis labios para alcanzar a besarle su pelo, su aroma desentrañó el misterio de aquello que me había susurrado. Decidí cerrar mis ojos y todo aquello se desvaneció. Unas manos firmes me sujetaban y unos gritos me trajeron de vuelta a mi presente. Exclamaciones de sorpresa llegaron a mis oídos cuando con ímpetu abrí mis ojos. ¡Qué pequeño era!  Las imagenes que antes me habían llenado, parecían ahora lejanas y breves como un abrir y cerrar de ojos. Aquel fue el día que el sueño de la muerte me entregó a la vida. Ese día mi madre me dio a luz.

08 octubre, 2013

Inmunodeficiencia adquirida


Sentado a un costado de la cama vacía, miraba el cuarto que se llenaba de un fragor sordo que no iba a desaparecer; el mismo aire que respiraba era distinto, diferente al de hace unas horas atrás. La transición con que la vida abandona un cuerpo es palpable. La dureza de las últimas horas recorría su dolor, pero a la vez el silencio acallaba el mundo exterior, permitiéndole camuflarse junto a su soledad en aquel cuarto y en aquella cama que todavía sudaba el aroma de lo que ya no se encontraba en este bosque de vivos. Su cuerpo lo sentía extraño, como si una parte ya no le perteneciera, esa parte que se había convertido en una estatua sólida de sal. Había vivido tantos años, más de los que todos los calendarios que llevaba a cuestas y amenazaban con delatar su edad hubieran podido contabilizar. Sus memorias habían terminado por esfumarse poco a poco junto a todas sus amistades, su familia, todas las personas que había conocido a lo largo de muchas décadas y que ahora lo habían dejado como albacea de los mejores y peores momentos que compartieron. Su compañero de vida había sido el último en marcharse. Él como todos los que ahora sólo a través de recuerdos existían, habían partido. Él los despidió en la orilla del río mientras el barquero zarpaba con sus cuerpos pero no con la moneda valiosa de lo que ahorra el corazón. Ahora sentía el desgaste irónico que produce el vacío. La consumación de la soledad que llega con los años de quien a manera de suerte, sobrevive. Su enfermedad no tenía cura, siempre pensó que no viviría lo suficiente; viviendo con el riesgo latente de la fragilidad que sufría y había contemplado en quienes habían sucumbido súbitamente cuando diagnosticaron un mal en su momento desconocido. En la frontera del valle de la muerte siempre habitó, lo suficiente para ser el último luego de tantas vidas simplemente resistiendo. Viviendo.

02 octubre, 2013

Paisaje

Sentado frente a la casa escuchando el constante ruido de la cascada urbana que se perdía en la alcantarilla, Samuel esbozaba una mueca dulcemente melancólica. El pasado que no se cansaba de abrirse y pretender cerrarse ante la posibilidad de la venganza que representa el olvido, sí, Borges acudía a su mente, pero también la historia de la literatura, esa que acosa y tira de las experiencias vividas. Era la primera vez de todo, pero también la primera vez que muchos otros han vivido, el alma violenta que convierte las historias similares en complices a todos aquellos que no conocemos. Era Samuel con su primer amor, el más tonto pero el más sincero por no haber sido contaminado por las cicatrices recalcitrantes. Nada sería igual a aquel buenos días después de haber sentido los jadeos de ella a unos centímetros de su cara estúpida por aquella descarga de adrenalina envuelta de felicidad y los misterios que susurran los árboles sobre la perfección imperfecta de lo momentánea que es la vida, eran un cúmulo de conductas aprehendidas que se desvanecían justo antes de cerrar los ojos inertes y entregarse a la consumación de eternidad. Samuel revivía las primeras veces como la contemplación a la que se entrega el artista que espera maximizar su imaginación. La ilusión del amor y su prolongación infinitamente corta y constante en el tiempo; esa ilusión de un Edén como simple decoración de un paradisiaco infierno terrenal y su total aceptación. El golpe de la traición que exaltaba los ruidos para tortura de los sentidos. ¡Ah! el peso liberador de la ira que se traba en la garganta como un volcán a punto de explotar. La soledad como el eco del cuervo escondido en un cuento que promete la locura. Y al final la muerte tan anunciada pero que siempre hallaba la manera de sentirse nueva. 
Samuel y la mueca que se extendía en sus comisuras labiales ante la conciencia que el tiempo transcurría sin envejecer, pero cuyo roce lo convertía cada día de manera sutil en una persona más vieja. Ya no era aquel que recordaba hace unos instantes, ese joven  desfigurado por la promesa perfecta de la experiencia y sus consecuencias; sin embargo en aquel momento soñaba con recuerdos, no con lo imposible, sino con lo ocurrido; tantas variables que pudieron existir, infinitos sabores apenas palpables, siempre testigos de la bóveda celestial que se abría en la noche. Tantos sin embargos y peros, y ahí estaba él, una metáfora de si mismo, reflejado a través de una sonrisa propia que nunca podría admirar. Su mano tocó sus labios y reconoció aquello que no veía pero intuía. Hasta sus labios rodó un sabor salado, y así, Samuel lloró de felicidad. Ese era su paisaje, el paso de la naturaleza de su vida.