En vista de las constantes interrupciones que podría recibir al contar una historia tan breve, o quizá más que un relato, un pequeño fragmento de vidas ante un grupo de personas que me escucharían; es que me limito a escribir lo siguiente con la fina y audaz intención que quien pretenda conmoverse se sienta en la intimidad necesaria e inequívoca de su mente, sin que tenga la necesidad de demostrar hacia los demás sus sentimientos o demás prerrogativas del espíritu.
Era el punto medio de aquella guerra, que luego sería considerada como la gran guerra de la era moderna. Ambas fuerzas disputaban cada territorio con ferocidad. Nuestra compañía atacaba de forma constante a los que llamabamos el enemigo. Tratábamos de resquebrajar su espíritu y terminar de congelarlo con ayuda de las nevadas que golpeaban nuestros cascos y dificultaban la tarea de mantener los pies secos en las trincheras. El día que nos atacaron, fue devastador. El valor que irradiaban aquellos ojos nos hacía dudar del nuestro. Avanzaban de manera implacable, hasta que una bala dio en el cuello de unos de mis compañeros. La orden de replegarnos apremiaba, pero al no poder cargar a nuestro compañero herido, otro soldado se devolvió a sostenerle la cabeza. Con una expresión en sus ojos que denotaba terror pero comprensión, me indicó que me marchara. Al acercarse los soldados que nos hacían retroceder, y en el breve momento que me hizo contemplar aquella escena de dos jóvenes, uno sosteniendo la cabeza de otro mientras este último se desangraba, alcancé a escuchar que el hombre ileso me decía: - Tranquilo, sé que se acercan quienes pudieron ser amigos o hermanos nuestros, aunque probablemente ya sea muy tarde para pensar eso y no nos reconozcan como tales.